DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO (25/10/2020)

Por el Diácono Asiel M. Rodríguez, O.S.B.

«Amar a Dios, amor de Dios, amar como Dios»

Evangelio de Mateo 22, 34-40

Lo de amar a Dios y al prójimo lo tenemos archisabido. Lo sabemos y a menudo lo procuramos. Pero pocas veces tenemos en cuenta que nuestro corazón, espontáneamente, no tiende a amar así por las buenas a cualquier "prójimo", sino que tiende a buscar, amar, seleccionar y corresponder a aquellos que percibe como amigables y agradables, mientras se encoge o cierra con los adversarios, con los distintos o, simplemente, ignora a los que no le interesan especialmente. Y nos parece natural, y no nos causa especial inquietud. salvo contadas excepciones.

Ya es un primer paso acoger esa Palabra de Dios que nos advierte para que no dejemos entrar en nosotros al resentimiento, el odio, la revancha... porque nos daña principalmente a nosotros mismos. Pero saltar a amar a todos es bastante más complejo, porque el instinto natural sólo entiende de amigos; no fluye espontáneamente de nosotros la actitud y generosidad de amar a todos. Y casi diríamos "¡ni falta que hace!".  Con respecto a lo de conformarnos con amar sólo a los nuestros (aunque tampoco sobran a veces las dificultades), ya lo valoró Jesús en otro momento: si saludan a los que los saludan, ¿qué mérito tienen? (Lc 6, 32-33). Es decir: que como discípulos de Jesús tenemos que llegar más allá de ese espontáneo amar a los nuestros, a los que nos corresponden.

Para asumir estos retos de Jesús hay que empezar, por aceptarnos a nosotros mismos, tal como somos y estamos. Y al mismo tiempo también, aceptar la misericordia de Dios, que al amarnos y comprendernos en nuestra miseria, nos posibilita tratar a los otros con la misma generosidad e  incondicionalidad. Sería tarea imposible pretender llevarnos bien con todos los demás sin aceptarnos a nosotros mismos y, sin haber experimentado el amor y el perdón de Dios.

Por eso, antes que nada necesitamos amarnos como Dios nos ama, para poder después amar a los demás como a nosotros mismos. El amor a nosotros mismos no puede ser, sin más, el punto de referencia para tratar a los demás, porque descubrimos comportamientos de puro egoísmo, de inadaptación y falta de autoaceptación, la irritabilidad o el descontento personal, el tener una autoestima demasiado elevada o excesivamente baja, heridas sin cerrar... y todo esto nos causa daño a nosotros y lo acabamos reflejando en los demás. Si yo no estoy bien... será muy difícil tratar a los demás bien. Y si yo estoy mal conmigo mismo.... los otros experimentarán sin duda las consecuencias.     

Jesús, en su único y nuevo mandamiento, reformuló el “como a ti mismo”... por “como yo os he amado”. Mucho mejor y más claro si el punto de referencia no soy “yo mismo”, sino su modo concreto y extremo de amarnos. Por eso, más allá de amarnos a nosotros mismos, será necesario amarnos como Dios nos ama y como Jesucristo ama. Recordemos siempre que el amor de otros siempre nos hace más fuertes y mejores amantes, y el de Dios con mucha mayor razón. 

Que el Señor, que sigue dando amor a cada criatura, nos repita cada día lo mucho que nos ama hasta que finalmente nos lo creamos. Amén.




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